A pesar de que solamente había sobrevolado la mitad del globo, la primera vez que vine a China me sentía como si estuviese en otro mundo. Me sentía como si me hubiese dormido en el avión y despertase en Marte. Estaba tan emocionada…
Mi asombro en cuanto a China no ha cambiado en los últimos tres a?os. Pero yo sí.
No es que me haya vuelto para nada una amargada o una cínica. En general, cada día que pasa me levanto más contenta en China, aunque ya muy hecha a todo lo que me rodea.
Una vez dejas s un lado la rutina para vivir aventuras, éstas se convierten en rutina –y así fue hasta que decidí dar un paseo por el parque de la dinastía Yuan de Beijing. Pese a estar a dos minutos a pie de mi casa, hacía más de medio a?o que no me pasaba.
Cuando llegué por primera vez a China, este lugar me cautivó. Fue el primer sitio donde vi antiguas construcciones como la muralla de la ciudad de Kublai Khan compartiendo escena con las más modernas torres. Me sobrecogió por la arquitectura del paisaje, su historia y los practicantes de taichí que llenaban sus espacios.
Nunca había imaginado que mi revisita al parque podría convertirse en una jornada de redescubrimiento de las maravillas de mi país de acogida.
Aquel día, por algún motivo, los hombres que practicaban trucos de kongzhu (yo-yo chino); el modo en que las los vigorosos cedros coronaban la polvorienta muralla khan; y las falanges de las mujeres de mediana edad que bailaban al ritmo de la música tecno ondeando cintas frente a enormes estatuas, me llamaron la atención.
En hecho de haber vivido en China una temporada y haber visto este tipo de cosas en repetidas ocasiones había hecho que ya a penas las apreciase. Tras el tiempo que llevo aquí, sin embargo, el volver a prestar atención a ellas se convirtió en una experiencia totalmente diferente, pues ahora entiendo mucho mejor su contexto.
He aprendido mucho sobre el khan y sobre cómo su muralla y su legado han influido en la sociedad china moderna. Un maestro de kongzhu intentó ense?arme a usar el yo-yo; ahora soy consciente de lo difícil que era. Las mujeres que bailan en la plaza que he conocido tienen como afición salir de casa, hacer a amigos y algo de ejercicio. Las vistas del parque ya no resultaban difíciles de interpretar como cuando no tenía ni idea de qué era lo que estaba mirando –sin embargo, se volvían mucho más interesantes ahora.
Al mi llegada, China me parecía un lugar exótico –a a?os luz culturalmente, tan lejos como se encuentra geográficamente mi tierra, Estados Unidos,
Y es que Beijing es una ciudad de contrastes y de excepcionalidades, donde el sufijo “ísimo” está a la orden del día. La descripción mediante hipérboles resulta imposible ya que, hablando de la capital de China, el grado de exageración era mayor que los rascacielos que parecen trepar los cielos.
Recuerdo andar kilómetro tras kilómetro, devorando con los ojos las vistas que se me aparecían, que me hacían levantar las cejas y me dejaban boquiabierta –carros tirados por caballos cargando pilas de sandías, brochetas estilo “kabob” de diferentes partes animales y carriles bici con sus propios semáforos.
Incluso la forma de las cabinas de teléfono me sorprendía.
Cuando podía, me metía en un taxi mapa en mano. Cerraba los ojos y se?alaba con el dedo cualquier parte del mapa.
“Lléveme aquí”, le decía al chófer, y sólo entonces abría mis ojos a ver donde había caído el dedo.
A mi desembarco, me maravillaba con los paisajes urbanos que se presentaban ante mis ojos. Cualquier lugar en la ciudad era el sitio perfecto para perderse.
Aquel día, en el parquet, los retablos que vi me recordaron lo que muchos extranjeros que han vivido varios a?os en China han olvidado en cierto modo: aquí no hay nada que ver –hay que verlo todo.