Solo en esta ocasión se podrá disfrutar también de la posibilidad de pasear despreocupados por las desiertas calles de la ciudad, que hasta hace unas horas, cuando los más rezagados partían en coche hacia las provincias más cercanas, vivían aún el habitual caos que provocan las interminables filas de sus 5 millones de automóviles. Con la salida de muchos de ellos y el aparcamiento de otros ha desaparecido la habitual nube de smog que envuelve a la capital y quedado al descubierto un cielo azul totalmente despejado.
La tranquilidad se ve quebrada solo a intervalos durante el día por los petardos, cohetes, tracas y otros artilugios explosivos lanzados por los hijos del reino de la pólvora, bien por seguir la milenaria tradición de ahuyentar al mítico monstruo Nien y a los malos espíritus que le persiguen o por pura diversión.
Durante una semana, después que anochece, en especial al aproximarse las 12 de la noche del último día del a?o, cuando las familias dejan sus hogares y salen a las calles, las detonaciones se hacen más seguidas y ensordecedoras y el cielo queda iluminado por un asombroso espectáculo de fuegos artificiales, mientras una densa nube de humo y olor a pólvora lo cubre todo.
La ciudad parece sumida en una guerra y caminar por aceras y avenidas es como atravesar un campo de batalla con restos de explosivos por todas partes de los que, gracias a un increíble sistema de limpieza, no se aprecia rastro alguno al amanecer.
Pero en unos días despertaremos y ya no veremos la insólita imagen de las cadenas que mantienen cerrados muchos restaurantes y establecimientos comerciales. Sin darnos cuentas, las calles irán recuperando poco a poco su tráfico caótico y serán millones los que a diario utilizarán la red de autobuses y metro. Desaparecerá entonces esta mezcla de nostalgia y calma extrema que convierte a Beijing en una ciudad desconocida.